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Description of Solo nosotros dos Book PDF Download
Name : |
Solo nosotros dos Book PDF Download |
Author : |
Invalid post terms ID. |
Size : |
1.97 MB |
Pages : |
407 |
Category : |
Novels |
Language : |
Hindi |
Download Link: |
Working |
A sus treinta y dos años, Russell Green lo tiene todo: una impresionante esposa, una hija adorable de seis años, una exitosa carrera como ejecutivo de publicidad y una gran casa en Charlotte. Russell vive en medio de un sueño, y su matrimonio con la encantadora Vivian es el centro de su existencia. Pero debajo de esta vida perfecta empiezan a aparecer los problemas y Russ está a punto de presenciar cómo varios aspectos de su vida que daba por sentados van a dar un giro por completo.
En cuestión de meses, Russell se queda sin trabajo y sin mujer, y deberá luchar para adaptarse a una nueva y desconcertante realidad. Descubriendo el desierto de la vida monoparental, Russell se embarcará en un viaje aterrador a la vez que gratificante, que pondrá a prueba sus habilidades y sus recursos emocionales más allá de lo que nunca habría imaginado.
Summary of book Solo nosotros dos Book PDF Download
Y con la niña somos tres
—¡Uau! —recuerdo que dije cuando Vivian salió del cuarto de baño y me enseñó el resultado positivo del test de embarazo—. ¡Es fantástico!
De haber sido sincero, habría dicho más bien algo como «¿De verdad? ¿Tan pronto?».
En realidad, me llevé una gran impresión, y también sentí cierta dosis de terror. Llevábamos casados poco más de un año y ella ya me había confiado que tenía intención de quedarse en casa los primeros años cuando decidiéramos tener un hijo. Yo siempre había estado de acuerdo, porque también quería lo mismo, pero en ese momento además comprendí que nuestra vida como pareja con dos sueldos pronto iba a llegar a su fin. Aparte, tenía mis dudas: no me veía del todo preparado para ser padre. Pero ¿qué podía hacer? Ella no me había engañado, ni me había ocultado el hecho de que deseaba tener un hijo, y cuando había dejado de tomar los anticonceptivos, me lo había hecho saber. Yo también deseaba tener hijos, desde luego, pero Vivian había dejado de tomar la píldora hacía solo tres semanas. Recuerdo que pensé que seguramente me quedaban al menos unos cuantos meses antes de que su cuerpo se volviera a ajustar a su estado normal, reproductivo. Desde mi perspectiva, hasta cabía la posibilidad de que le costara quedarse embarazada, de lo cual se desprendía que tal vez podían transcurrir un año o dos.
En el caso de Vivian no fue así, sin embargo. Su cuerpo se volvió a ajustar de inmediato. Mi Vivian era fértil.
La rodeé con los brazos, observándola para ver si ya estaba radiante, aunque seguramente era demasiado pronto para eso. ¿Y qué es exactamente eso de estar radiante? ¿Sería solo una manera más de decir que alguien se ve sudoroso y acalorado? ¿De qué forma iban a cambiar nuestras vidas? ¿Y con qué repercusión económica?
Las preguntas se sucedían y, mientras abrazaba a mi esposa, yo, Russell Green, no sabía cómo responderlas.
Unos meses más tarde, se produjo el gran acontecimiento, aunque debo reconocer que guardo un recuerdo borroso de buena parte de lo que ocurrió aquel día.
Bien mirado, habría sido mejor que lo hubiera escrito todo mientras lo tenía fresco en la memoria. Uno debería recordar todos los pormenores de un día como aquel, en lugar de limitarse a las vagas instantáneas que tiende a conservar. Si todavía me acuerdo de tantas cosas es por Vivian. En su caso, fue como si se hubieran grabado a fuego en su conciencia todos y cada uno de los detalles, aunque ella fue la que estuvo de parto, claro, y el dolor a veces exacerba la percepción de las cosas, o eso es lo que dicen.
Hay algo de lo que no me cabe duda: a veces, al rememorar lo ocurrido ese día, los dos tenemos opiniones algo distintas. Por ejemplo, yo encontraba mi manera de actuar completamente comprensible dadas las circunstancias, mientras que Vivian declaraba que me comporté como un egoísta o, si no, como un perfecto idiota. Cuando les explicaba lo sucedido a los amigos —cosa que hizo multitud de veces—, la gente siempre se reía, o sacudía la cabeza y la colmaba de miradas compasivas.
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Francamente, no creo que me comportara como un egoísta ni como un perfecto idiota; después de todo, era nuestro primer hijo, y ninguno de los dos sabía con exactitud a qué debíamos atenernos cuando empezara el parto. ¿Acaso alguien está realmente preparado para lo que va a ocurrir entonces? A mí me habían dicho que el parto era algo imprevisible. Durante el embarazo, Vivian me recordó más de una vez que el proceso que va desde las contracciones iniciales hasta dar a luz podía durar más de un día, sobre todo tratándose del primer hijo, y que no era infrecuente que se prolongara durante doce horas o incluso más. Como la mayoría de los jóvenes futuros padres, yo consideraba a mi mujer como la experta y la creía a pies juntillas. Al fin y al cabo, ella era la que leía todos los libros sobre el tema.
Conviene precisar que la mañana en cuestión mi incompetencia no fue absoluta. Me había tomado a pecho mis responsabilidades. La bolsa de viaje de Vivian y el bolso del bebé estaban listos, con todo su contenido revisado varias veces. La cámara de fotos y la cámara de vídeo estaban cargadas y a punto y la habitación del bebé estaba preparada con todo lo que iba a necesitar nuestra hija como mínimo durante un mes. Me sabía el itinerario más rápido para ir al hospital y había previsto rutas alternativas, por si se producía un accidente en la carretera. También era consciente de que el bebé iba a nacer pronto; en los días anteriores al parto, había habido varias falsas alarmas, pero incluso yo sabía que había empezado oficialmente la cuenta atrás.
En otras palabras, no me pilló totalmente por sorpresa cuando mi mujer me despertó a las cuatro y media de la madrugada del 16 de octubre de 2009, anunciándome que tenía contracciones cada cinco minutos y que había llegado la hora de ir al hospital. No puse en duda su diagnóstico; ella sabía distinguir entre las falsas contracciones y las de verdad, y aunque me había estado preparando para ese momento, lo primero que se me ocurrió no fue vestirme y llevar las cosas al coche. De hecho, mis pensamientos no se centraron en mi esposa y el bebé que iba a nacer. Lo que yo pensé fue algo así: «Hoy es el gran día y la gente hará muchas fotos. Habrá otras personas que miren esas fotos en el futuro y, dado que van a ser para la posteridad, más vale que me dé una ducha antes de irnos, porque tengo el pelo muy revuelto».
No es que sea un presumido. Simplemente creí que disponía de tiempo de sobras, de modo que le dije a Vivian que estaría listo al cabo de unos minutos. Por lo general, me ducho deprisa —no tardo más de diez minutos en un día normal, contando el afeitado—, pero justo cuando me acababa de aplicar la crema de afeitar, me pareció oír a mi mujer gritando en el comedor. Volví a prestar oído y, aunque no percibí nada, me apresuré de todas formas. Cuando me estaba enjuagando, la oí gritar, aunque curiosamente no parecía que me gritara a mí, sino que hablara de mí a gritos. Me envolví la cintura con una toalla y salí al pasillo a oscuras, todavía mojado. Pongo a Dios por testigo de que no estuve más de seis minutos en la ducha.
Vivian volvió a gritar y me llevó un segundo tomar conciencia de que estaba a cuatro patas en el suelo, gritando por el móvil que yo estaba ¡EN LA MALDITA DUCHA! y preguntando ¡¿en qué coño debe de estar pensando ese idiota?! «Idiota» fue, por cierto, la palabra más suave que empleó para describirme en dicha conversación, porque estuvo bastante grosera. Lo que yo ignoraba era que las contracciones que antes se repetían cada cinco minutos, entonces se producían cada dos, y que además era un parto de riñones, que es muy doloroso. De repente, Vivian soltó un alarido tan potente que adquirió entidad propia, de modo que es posible que todavía esté flotando por encima de nuestro barrio de Charlotte, en Carolina del Norte; un vecindario muy tranquilo, por lo demás.
Después de eso me espabilé de verdad, no les quepa duda. Me puse la ropa sin acabar de secarme y cargué el maletero. Sostuve a Vivian mientras caminábamos hasta el coche y no me quejé de que me clavara las uñas en el brazo. Me coloqué al volante en un santiamén y, ya en la carretera, llamé al ginecólogo, que prometió reunirse con nosotros en el hospital.
Las contracciones seguían produciéndose cada dos minutos cuando llegamos, pero, en vista de la intensidad del dolor, la llevaron directamente a la sala de partos. Le cogí la mano y traté de ayudarla con la respiración —a raíz de lo cual ella volvió a formular otras expresiones groseras contra mí, especificando por donde podía meterme la maldita respiración— hasta que llegó el anestesista para ponerle la epidural. Al principio del embarazo, Vivian había estado dudando si recurrir a ella hasta que decidió que sí. El caso fue que resultó una bendición. En cuanto le hizo efecto, el dolor desapareció y Vivian sonrió por primera vez desde que me había despertado de madrugada. Su ginecólogo —un señor de sesenta y pico años, cabello gris bien peinado y expresión amable— entraba en la sala cada veinte o treinta minutos para controlar la dilatación, y en el intervalo de dichas visitas yo llamé a los padres de ambos y también a mi hermana.
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Llegó la hora. Las enfermeras acudieron y prepararon el instrumental con calma y profesionalidad. Después, el médico le pidió de pronto a mi mujer que empujara.
Vivian empujó a lo largo de tres contracciones y, en la tercera, el médico empezó a girar de improviso las manos y las muñecas como un mago que sacara un conejo de una chistera y, a continuación, me había convertido en padre.
Así, sin más preámbulos.
El médico examinó a nuestra hija y, aunque sufría una ligera anemia, tenía diez dedos en las manos y en los pies, un corazón sano y un par de pulmones que, por lo visto, funcionaban a la perfección. Yo pregunté por la anemia y me dijo que no había de qué preocuparse, y tras ponerle unas gotas en los ojos, la limpiaron y vistieron y la dejaron en los brazos de mi esposa.
Tal como había previsto, unos y otros estuvieron haciendo fotos ese día pero, curiosamente, cuando la gente las miraba después, nadie parecía interesarse lo más mínimo por mi aspecto.
Hay quien dice que, al nacer, los niños se parecen o bien a Winston Churchill o bien a Mahatma Gandhi, pero debido a la palidez cenicienta ocasionada por la anemia, lo primero que pensé es que mi hija se parecía a Yoda, sin las orejas claro. A un Yoda guapo, que conste, un Yoda impresionante, un Yoda tan milagroso que cuando me agarró el dedo, casi me estalló el corazón. Mis padres llegaron tan solo unos minutos después y, con el nerviosismo y la emoción, salí a recibirlos al pasillo y les solté lo primero que me vino a la cabeza.
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